domingo, 25 de abril de 2010

Cuento

   Si bien el resto de los escritos son propios, éste cuento, que no lo es, me pareció fantástico para compartirlo. Espero que lo disfruten tanto como yo.

La barra de pan

     De niño, en los tiempos del hambre, mi madre me mandó con la cartilla de racionamiento. A ver qué daban. Siempre daban poco, pero cualquier cosa que entrase en la casa del pobre era un manjar. Nosotros vivíamos en la aldea, pero no teníamos tierras. Mi padre, ya sabéis, era obrero.
     Y éramos muchos en la familia, una rueda de polluelos alrededor de la madre.
     Salí por la mañana temprano. Tenía que andar cinco kilómetros hasta Cambre.
     Dejé atrás la casa oscura y ahumada. Dejé atrás a mis hermanos, una letanía coral de llanto y tos. Y el día por fuera era como la casa por dentro. Con una niebla pegajosa, una roña fría y tristona que envolvía todas las cosas y se metía en la cabeza. Había algunos pájaros en ramas y cercados, pero todos parecían estar de luto, ensismismados y con el capuchón fúnebre. El camino estaba enlamado y yo buscaba apoyos de piedra para no empapar los zuecos, pero a veces resbalaba.
     Así fue mi viaje hacia la barra de pan. Porque todo cuanto me dieron cuando mostré la cartilla fue esta barra de pan.
     Y volví abrazado a la barra. Para mí, aquel pan tenía el color del oro. Ahora caminaba con mucho tiento, dando rodeos para encontrar el buen paso. Por nada del mundo podía resbalar y echarla a perder. Fue entonces cuando el hambre despertó. Y, sin pensar, cogí un cuscurro. Y lo dejé ablandar en la boca, demorando, sin masticar. Me sabía a todos los sabores. A dulce, a caramelo, a maravilla.
     Y los dedos siguieron agujereándole las entrañas, haciendo bolitas de miga. Andaban a su aire, sin que yo tuviese cuenta de ellos, y llevaban las migas a la boca como si fuese otro quien me las diese. Sí que era un bonito día. Nunca había reparado en los colores que tiene el invierno en Galicia. Con las violetas al borde del camino, los tojos que doran los montes, las flores de los nabales como inmensas alfombras palaciegas.
     Otro bocado y los pájaros se ponen a cantar.
     El mugir de las vacas y el canto de los gallos parecían himnos de abundancia y de vida.
     De la barra sólo quedaba un polvo de harina en el gabán. Ante mi casa, lo sacudí como quien sacude un pecado. Abrí la puerta y una docena de ojos, en aquella cueva ahumada, miró con brillo de ansia para mí.
-     « ¿ Qué te han dado ? » preguntó mi madre
-     « Un pan » dije, « una barra de pan ».
     Para no retrasar más la penitencia, añadí a continuación :
-     « Me la he comido entera por el camino ».
y dejé caer los brazos, acercándome a ella con desazón, deseando que me golpease muy fuerte.
     Mi madre me miró de frente. Pero luego me acercó a su vientre y me secó la cara con aquel delantal que tenía.
     Y mi madre dijo : « ¡ Has hecho bien, hijo, has hecho bien ! »

Manuel Rivas, Ella, maldita alma, 1999.

1 comentario:

Es bueno comunicarnos dijo...

Me maravillan los poetas que escriben tan gráficamente, pasan las imágenes mientras vas leyendo. Excelente historia, gracias por hacerla conocer. Un saludo afectuoso.